Mueble Arquitectónico II | Joselo Maderista

Del 1 febrero al 6 de julio de 2025
Joselo Maderista

Programa de Moda y Diseño Contemporáneo
Sala Lola Álvarez Bravo

BARBAPIÑA Arquitectos, Tatiana Bilbao Estudio, Jose Dávila, Saúl Figueroa y Ana Victoria Pérez Gil, Alonso Mendoza y Jorge A. Romero, Juan Palomar, Jesús y Luis Vasallo, Daniel Villanueva Sandoval

A comienzos de los años cuarenta, el diseñador japonés-estadounidense George Nakashima intercambió la arquitectura, una profesión en la que ya había encontrado un éxito considerable, por el diseño de muebles: «una nueva vocación» escribió en sus memorias de 1981 The Soul of a Tree [El alma de un árbol], «que yo podía coordinar de principio a fin». Conocido por ser inflexible en su estudio, Nakashima logró tener fama mundial por mesas y sillas cuyas formas orgánicas remitían al grano natural de la madera. Los árboles, «más parecidos a Dios que el hombre», como decía Nakashima, eran sus únicos colaboradores.

 

Nakashima es uno entre varios arquitectos diseñadores —Mies van der Rohe y Charlotte Perriand, Sergio Rodrigues y Aino Aalto, por mencionar algunos— formados en el modernismo, una tradición que formuló a los arquitectos como constructores de mundos y escultores de sociedades, un movimiento tan elegante en su lógica como determinista en sus aspiraciones. José López Silva, cuyo taller de carpintería, Joselo Maderista, trabajó de manera cercana con ocho estudios de arquitectura para crear los muebles que aquí se presentan hoy como Mueble Arquitectónico II, es, como Nakashima, un arquitecto de formación. Contrario a Nakashima, sus colegas y él están menos interesados en el control que en las posibilidades generadas a través de la colaboración amplia y gozosa.

 

La primera edición de Mueble Arquitectónico, presentada en 2023, mostraba diseños de 16 arquitectos, concebidos bajo dos premisas sencillas: cada uno usaría 100 pies tablares (una provisión generosa) y los muebles debían destilar de las preocupaciones de los estudios. Cada objeto —ya fuera una mesa, una silla, un librero o un biombo— debía sostenerse como una pieza de arquitectura por sí misma. Un año después, Joselo se acercó a siete nuevos estudios para participar en una segunda edición y abrió una convocatoria para el lugar restante. (Recibieron 63 propuestas.) Esta vez, en lugar de 100 pies tablares, los arquitectos debían limitarse a 80, aunque ese número resultaría ser flexible. Cada mueble necesitaría tener un ADN modular que el taller pudiera seriar y producir para su venta. Lo más importante, el proceso de diseño debía ser analógico.

 

Si la primera edición de Mueble Arquitectónico reducía la escala de la arquitectura, la segunda intentaba dilatar y distender el ritmo en el cual comúnmente se hace arquitectura. Los estudios de arquitectura, por lo menos cuando las cosas van bien, tienden a moverse a pasos frenéticos, incluso cuando los interiores estilizados y plácidos de sus oficinas sugieren lo contrario. Joselo quería desacelerar, no solo en términos de producción —de ahí la decisión de reducir el número de participantes a la mitad—, sino también el proceso de concepción de los objetos, primeramente. En lugar de responder a la inmediatez del pedido de una mesa o un armario de un cliente, los arquitectos tendrían el espacio de imaginar y reimaginar respuestas a las necesidades y los deseos contemporáneos, ya sea en forma de agraciados bloques multiusos de almacenamiento como lo hicieron Jorge Romero y Alonso Mendoza, una respuesta a la decreciente escala de las viviendas urbanas, o los ingeniosos juegos estructurales en el sistema de asientos que parecen sombras de Daniel Villanueva.

 

Para su ¿Mesa para cuántos?, por ejemplo, Tatiana Bilbao cuestiona la silenciosa coerción de los objetos cotidianos al despedazar una mesa de comedor para diez en un rompecabezas con incontables acomodos potenciales, igual de digno para una familia extendida —el cuerpo normalizado que el diseño doméstico generalmente debe arropar— o un usuario solitario. Mientras Bilbao le dejó las decisiones de los materiales y los acabados a los carpinteros, Ana Victoria Pérez-Gil y Saúl Figueroa tomaron la materialidad misma como la base de su diseño, creando una mesa de lectura en madera de nogal sin tratar que, con el tiempo, registrará los cuerpos y las posturas de sus usuarios, como los zapatos registran la pisada de la persona que los usa. Laura Barba y Luis Aurelio Piña, socios en el despacho Barbapiña, escogieron diseñar un altar que pudiera transfigurar el teatral y programático ritual de tipología sagrada hacia algo personal, fluido y secular.

 

El tiempo, de una manera u otra, se manifiesta en casi todos estos proyectos: el objeto como reloj, marcando el tiempo a lo largo de años en lugar de horas; la mutación de las formas pictóricas que llevó a los hermanos Jesús y Luis Vassallo a su estilizada mesa de centro, a modo de trébol; la consola de discos de Jose Dávila, que reinserta el tiempo y la atención en el acto de escuchar; o el «gabinete proustiano» de Juan Palomar, que funciona como una ruta de escape de este mundo sujeto a plazos.

 

También, en todos los casos, expresan y destilan el proceso colaborativo en sí mismo: las maneras en las que la forma le exige al oficio y el oficio determina la forma. Joselo, al fin y al cabo, no tenía interés en coordinar (es decir, en controlar) el proceso de principio a fin, como lo hacía Nakashima. En cambio, hizo espacio para objetos que pudieran asumir los riesgos y las recompensas inherentes al proceso de llevar a cabo la creación no como un soliloquio, sino como una conversación.

 

Michael Snyder

 

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